sábado, 5 de septiembre de 2009

LA SEMILLA DE MOSTAZA (Carmelo Urso)

Confieso que también cometí el mismo error.

Si gustan, acérquense; tomen una silla; dejen que les cuente…

De seguro, buena parte de ustedes habrá leído o escuchado esta
parábola de Jesús: “el Reino de los Cielos es semejante a un grano de
mostaza que sembramos en el campo; siendo la más pequeña de las
semillas, al crecer se transforma en la más grande de las hortalizas y
llega a hacerse árbol, de suerte que las aves vienen a anidar en sus
ramas”.

Inspirado por las palabras del Nazareno, busqué –primero en mi
Enciclopaedia Barsa, luego en Internet- imágenes del célebre árbol de
mostaza.

Busqué y busqué… ¡pero no las hallé! Y no fue por falta de fe o de
investigación… lo que ocurre es que ese supuesto “árbol”… ¡no existe!

En mi soñadora ignorancia, yo imaginaba al árbol de mostaza tan
encumbrado como una secuoya –esos gigantes milenarios que alcanzan
hasta los 100 metros de altura en los bosques de California (EE.UU.).

Me equivoqué. En realidad, la mostaza es una hortaliza (tal como ya me
lo decía el texto bíblico)… y el ejemplar más alto llega a los 35
centímetros.

En todo caso, árbol u hortaliza, estas ociosas consideraciones
botánicas no invalidan el profundo significado espiritual de la
parábola de Jesús.

La semilla de mostaza es tan pequeña… ¡que resulta difícil de ver!
Mide apenas una décima de milímetro de largo: ¡es casi intangible!
Algunas personas usan un dije en forma de globo de cristal cuyo
interior guarda una de estas mínimas simientes.

Simbolizan así su fe en el Creador... su confianza en que el poder
absoluto (invisible) del Uno prevalece sobre las circunstancias
(visibles) del mundo físico.

En otro segmento de los evangelios, Jesús reitera –de modo tajante-
que la perceptible realidad material se subordina al imperceptible
orden del Espíritu. Una vez más, usa el símbolo de la semilla de
mostaza: “Entonces los apóstoles le dijeron a Jesús: ¡Aumenta nuestra
fe! Respondió Jesús: Si ustedes tuvieran una fe tan pequeña como un
grano de mostaza, podrían decirle a esta montaña: 'muévete y échate en
el mar', y les obedecería”.

Felizmente, esta enseñanza del sabio ebanista hebreo no ha caído en saco roto.

¡Sí! Existe una pequeña ciudad francesa que ha puesto en práctica
durante siglos –y de manera literal- este sabio precepto de fe
expuesto por el Maestro Jesús: la urbe de Dijon.

Con poco más de 200 mil almas, Dijon está ubicada en la región de
Borgoña, afamada por sus vinos. No obstante, el producto que la
identifica es su mostaza, presente en gran parte de los supermercados
del planeta.

En las recetas de alta gastronomía, es común leer que los chefs
recomiendan la mostaza de Dijon. Y es que el preparado dijonés
prevalece sobre sus competidores por su sabor y calidad únicos.

Alrededor de esta hortaliza, la pequeña Dijon (una de las ciudades con
mejor calidad de Vida en el mundo) ha construido un enorme emporio.
Materializó en la Tierra un peculiar Reino de los Cielos, poniendo su
fe en un producto aparentemente insignificante.

Algunos países poseen grandes riquezas minerales: oro, petróleo,
hierro, plata, bauxita, uranio. No obstante, buena parte de sus
pobladores viven en atroz estado de pobreza. ¡Tal vez a todos nos haga
falta tener esa fe del tamaño de una semilla de mostaza que exhiben
los dijoneses!

De hecho, uno de los más connotados hijos de esa ciudad tuvo una fe
que movió literalmente montañas –tal como sugiere Jesús. El 15 de
diciembre de 1832, Alexandre Gustave Eiffel nació en Dijon.

En 1855, se graduó de químico; con los años devino en constructor. En
1867, fundó Eiffel et Cie., consorcio que adquirió gran prestigio
internacional en el uso del hierro; erigió cientos de importantes
estructuras (puentes, estaciones de trenes, grúas, torres, túneles) a
lo largo y ancho de Europa.

Su obra más famosa es, por supuesto, la Torre Eiffel, inaugurada en
1889 en París. También diseñó la estructura interna de la Estatua de
la Libertad, que alza su flamante pebetero en la ciudad de Nueva York
(EE.UU.).

De tal modo, la fe de Eiffel –grande como la semilla de la parábola
bíblica; fértil como su natal campiña dijonesa- le permitió “mover”
sus famosas montañas de acero y concreto hacia las ciudades más
renombradas del orbe.

Nosotros no somos diferentes de Eiffel y sus paisanos: en nuestro
corazón también anida una intangible simiente divina que espera ser
plantada y regada con nuestra fe para que crezca y nos provea con sus
más felices frutos.

¿La cultivaremos o dejaremos pasar la Vida sin hacer uso de su
ilimitada potencialidad? ¿Te animas, lector (a), a erigir y mover tus
propias montañas?

Rezo para que este humilde texto mío sea como una semilla de mostaza
que haga fructificar en ti todo el Amor y Poder del Padre-Madre… ¡que
es Uno e infinito!

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